Odio ver a mi amigo Frank.
En el fondo es un buen tipo,
vive deambulando por el barrio ensimismado en sus cosas, taciturno. Puedo verlo
a diez kilómetros de distancia por sus más de dos metros de altura y pareciera
esperarme casi siempre que quiero ir a cualquier lugar, allí, en el horizonte
distante. Paciente. El problema es que, nada más verme él a mí, viene como un
rayo y me pone el brazo sobre los hombros con todo su peso (que no es poco) y
me empuja hacia otro destino distinto al mío, hablándome de sus cosas y sin
escucharme, sin déjame lugar si quiera a una palabra y no es (o no quiere
serlo) consciente de ello. Para cuando termina su divagante monólogo, mi
destino está lejos, ha cerrado, se ha ido… O ha llegado a sucederme que ha sido
tan largo el secuestro de Frank que ya ni recuerdo a dónde iba.
A veces, cuando lo vislumbro
en la distancia, doy la vuelta y abandono mi deseado objetivo para no
encontrarme con él… Puede que no fuera él esta vez, quién sabe, pero ante la
duda voy a evitarlo.
Y evitando ver a Frank he ido
por zonas que no tienen camino; son senderos que no siempre terminan llevándome
a donde quería, ya sea por mi culpa al distraerme viendo una hormiga
extrañísima o por verme sin paso por una maleza espesa. Otras veces ni uno ni
otro, es el mero hecho de tener que andar un camino sin conocerlo lo que me
hace retrasar mi llegada.
Lo que quiero decir es que, solo
cuando realmente quiero llegar a un lugar, si emprendo mi rumbo sin importar a
quién vea ni por donde vaya, ni qué me encuentre ni con quien me encuentre a mí, tarde o
temprano llego.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por tu argumento!