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A veces no me doy cuenta de que nada tiene sentido. A veces pienso en comer o pienso en pensar, a veces creo que es importante bailar, salir, conocer. Algunas veces me parece importante escribir, escuchar música o reflexionar, y se me olvida que nada tiene sentido. A veces, sólo a veces, me es importante enamorarme, tener amigos, conocer a mi familia y dejar que me conozcan a mí. A veces se me olvida que no tiene sentido oír una canción o leer un libro mientras la oigo o lo leo; a veces no me doy cuenta de que no tiene sentido la vida cuando me baño con agua caliente, cuando me cepillo los dientes, cuando me voy a dormir y cuando despierto en las mañanas. A veces pienso en el fútbol, en ella y en ellos, y se me olvida que no va a pasar de ser nada, que no va a durar más de lo que dure el tiempo.

A veces, en esos momentos, todo vale la pena y todo tiene sentido, todo es eterno.

La fórmula de la vida eterna: Un error lingüístico




…Y es que hay mucho de donde tirar en este tema. Vivir eternamente es tan simbólico como El Santo Grial, o tan complejo como “el antes” anterior al Big Bang, momento ajeno al tiempo en la física teórica más erudita. Los sentidos que reciben las palabras “vida” y “muerte” son antagónicos en si mismos pero confluyen en un mismo punto que es el de la co-dependencia para la comprensión y existencia de los mismos. Quien mejor explica este fenómeno -en mi humilde opinión- es Terry Pratchett en su perfectamente diseñado escenario de ironía del MundoDisco. Un mago increíble y poderoso, en busca de la vida eterna, consigue la solución al problema: Un conjuro con el que se traslada a la morada de La Muerte para vivir con ella eternamente. En su trama, presente en casi cualquier libro del MundoDisco, este mago convive en una especie de esclavitud para La Muerte y con ello frena su reloj de vida. Un truco interesantemente filosófico, pues el dilema de este gran mago es que al cabo de cientos y cientos de años, descubre que la vida pierde el sentido si debes estar con la muerte (o sea, muerto) para hacerla eterna. El dilema del personaje es su cobardía por volver y vivir en el Mundo, realizando una vida con el tiempo que le queda. Huye de las ventajas y desventajas con tal de no morir y, paradójicamente, lo consigue es muriéndose.

            Menos filosófico y más científico, siempre ha sido interesante el debate por prolongar la vida, y entre mis alegados escucho comentarios tan dispares como quienes desean morir antes de caer en la desgracia de ser dependientes por el proceso de desgaste del cuerpo hasta los que luchan frenéticamente por seguir viviendo a toda costa y el mayor número de años posibles siempre que tenga ciertas condiciones mínimas de estabilidad mental y física. El “mínimo” de quienes siguen esta línea es muy difuso, pues es lógico desear seguir viviendo siempre que estemos cuerdos y sanos, pero, ¿hasta qué punto estamos dispuestos a soportar estar un poco menos cuerdo o menos sano por seguir vivo un poco más? Las proporciones en cada momento de decisión son infinitesimales, por lo que la complejidad es doblemente difusa, espesa. Mis mayores cercanos juegan de forma dispar este discurso y la mayoría, cuando se aferra a la vida, ha llevado o lleva muy mal la vejez, pues da igual lo que se desgaste, la lucha es una batalla perdida en la que recortamos algunos segundo de ventaja y es muy difícil decir “ya no debería luchar más” en cualquier momento del desgaste en micro dosis que conlleva el envejecimiento. Ojo, no digo esto desde la absurda posición del radicalismo de una postura –hacia el deseo de mínimos o excesos o cualquier otro absurdo radicalismo-, sino desde la filosófica cuestión que nos invade en el debate interno de cada individuo sobre nuestra propia muerte. Hay mayores que disfrutan de su vejez como si fuese todo y otros que añoran su época de mayor plenitud vital como si ya no tuviesen nada (los dos “extremos” del pensamiento). Es indiferente hasta cierto punto una opinión particular –incluso la mía- y lo que me parece realmente interesante es el juego dialéctico de la vida / muerte y la profundidad filosófica de querer “esquivar” uno de los dos términos con el argumento de continuar con el otro, tal cual el mago que lo consigue en el mundo de fantasía de Terry Pratchett.

            Por un lado tenemos el ámbito científico del desarrollo evolutivo y la necesidad de muerte para la evolución conceptual y física de los componentes de “la vida”: Las ideas, los genes, los períodos de adaptación, el equilibrio de biodiversidad necesario para la existencia misma de la vida, etc. Todo funciona desde el mismo inicio porque se muere el individuo transportador de información necesaria en el transcurrir del tiempo. Esta transmisión de información sucede de forma inconsciente y consciente, la segunda de forma casi exclusiva para el ser humano. Tanto ha evolucionado en los últimos años, y digo últimos para la vida en si misma que es desproporcionadamente antigua en relación a la vida inteligente o consciente que vivimos ahora, pues tanto ha evolucionado que en la vida basada en la “transmisibilidad” voluntaria de la información –nuestro ser consciente- nos hemos olvidado de nuestro ser vivo más elemental y antiguo, originario. Las bases de nuestra existencia son “sagradas” en las leyes de la realidad y la complejidad de vivir eternamente no solo pasa por la sustitución de las piezas de nuestro cuerpo marchitándose, sino por la búsqueda del equilibrio que se rompería en nosotros mismos y nuestro entorno de realidad. Es complejo, pero como explico en el inicio la complejidad se basa en lo antagónico de los conceptos vida y muerte y no de un debate de correcto o incorrecto, como pensamos –o pensábamos- muchos.

Vivir eternamente nos haría tan tristes, alegres -e inertes finalmente- como si no hubiésemos nacido. No tiene sentido razonable pues no es comprensible el concepto de “como me sentiría si no hubiese nacido”, pero es esa la sensación que se conseguiría en la teoría matemática de la tendencia a infinito del valor vida. Confluiría en el mismo infinito con la muerte, siendo ambas pasajeras de la persona que esté dispuesta a abordar ese camino. Morirse no es malo, ni es malo que se mueran quienes nos rodean. Como individuos tenemos la necesidad lógica y sana de luchar por prolongar nuestra vida y mejorar las condiciones de la misma en la etapa presente y futura. Es lógico, pero por la consecuencia final de la muerte es que hemos llegado a este estado de necesidad de desarrollo, etapas de crecimiento, bienestar y satisfacción, comprensión, y el infinito en el etcétera de categorías que conocemos pues la vida eterna conlleva perder todos los privilegios de vivir, algo que sucede 1 sola vez. Mi argumento se basa en la muerte terrenal, física y contrastada en el colectivo absoluto de los seres vivos. A los metafísicos, religiosos y demás creyentes de otras alternativas a la muerte terrenal como “muerte neta final”, les apoyo a mantener sus reflexiones, son los mecanismos naturales al desarrollo. Algunos tendrán razón y otros no, posiblemente la tengamos todos en pequeñas dosis de certezas. El objetivo del desarrollo de un “algo más” a estar vivos tiene la misma intensidad y complejidad conceptual: ¿Están realmente muertos, por ejemplo, Rómulo y Remo, Sócrates, Jesucristo o Aquiles? Yo opto en mi estrategia de supervivencia (la parte de mi que lucha por la vida eterna) en creer que, al igual que como seres vivos transmitimos genes y creamos cadenas de transmisión de información, los seres humanos creamos cadenas de información artística, echa signos descifrables con mayor o menor dificultad, pero que nos hacen seguir vivos eternamente. La reproducción biológica ha perdido peso en un mundo que sobrevive de ideas, de conceptos, de imágenes y objetivos comunes o colectivos cada vez más ambiciosos y cada vez transmitidos con menor dificultad de entendimiento.

La muerte física es imprescindible para que continuemos viviendo eternamente en nuestra aportación colectiva incitada por seguir vivos y, para tener esta capacidad, es necesario morir. Que dulce ironía…

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